lunes, 30 de marzo de 2009

PADRE GLORIFICA TU NOMBRE

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El 24 de marzo pasado estuvimos celebrando el martirio del obispo: Oscar Arnulfo Romero. Sus homilías, que recorrieron el mundo entero, fueron y siguen siendo la voz de los sin voz; pero más que su voz, su vida es testimonio de un hombre que optó por el reino de los cielos enfrentando al antirreino: estado salvadoreño. Su opción era por la vida, por eso no permitió que ésta fuera atropellada en ningún momento. Y cuando el sistema le pidió que se callara, Monseñor respondió: “Les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios, pues, cese la represión”. Con estas palabras Monseñor confirma que el reino de Dios es todo para él e incluso más valioso que su propia vida aquí en la tierra.

El evangelio de hoy nos conduce cada vez más, durante este tiempo de cuaresma, al momento cumbre de la entrega de Jesús que encuentra su actualización en el momento cumbre de la entrega de Monseñor Romero. Veamos el texto.

Combate entre reino y antirreino.

Jesús libra un combate contra “el príncipe de este mundo” (Jn 12, 31b), es decir, contra las ideologías opresivas, excluyentes y alienantes, que se encarnan en los poderosos de turno y en sus servidores. El reino de Dios y el antirreino no pueden convivir, como tampoco conviven el silencio y el sonido. En el reino de Dios el valor fundamental es el amor y su método: el servicio; en el antirreino el valor fundamental es el lucro y su método: la opresión, el soborno, la intimidación y el asesinato. Jesús encarna a Dios y por eso encarna el reino; el César romano encarna al príncipe de este mundo y, por lo mismo, es encarnación del antirreino, de igual forma, todos los que contradigan al reino son encarnación del antirreino.

Los discípulos de Jesús con Jesús habían conformado un movimiento que pretendía hacer realidad en su historia la promesa de Dios: un cielo nuevo y una tierra nueva para los pobres que hasta ahora han sido marginados y excluidos de los bienes de la creación por parte del “príncipe de este mundo”, a través de todo un aparatage ideológico-político que justifica las desigualdades sociales, la explotación, etc. El antirreino también tiene adeptos que no sólo son ciudadanos del imperio; también se encuentran entre ellos a personas que pretenden agradar a Dios, pero por ceguera terminan rindiendo culto al César; éste es el caso de los fariseos (Cf. Jn 12, 19). Ellos eran unos auténticos alienados al sistema opresor, piensan que sirven a Dios oponiéndose al movimiento de Jesús y a todos los que contradigan al sistema montado. La oposición al movimiento de Jesús tiene como fin: acabar con dicho movimiento; se comienza con el soborno, se sigue con la intimidación y, cuando la racionalidad del sistema lo pide, se decide asesinar a sus miembros, empezando por el cabecilla: Jesús de Nazareth. Hasta este momento el soborno (las tentaciones del demonio) y las intimidaciones (sólo intentos de asesinato) contra Jesús y su movimiento se habían hecho sentir, pero no han logrado su objetivo; antes bien, el movimiento de Jesús se afirmaba cada vez más y crece en número. Al respecto dicen los fariseos: “¿Ven cómo no adelantan nada?, todos el mundo se ha ido tras él” (Ibidem.)

La gota que derramó el vaso.

Entre los griegos, había quienes subían al Templo para adorar en la fiesta de pascua; eran considerados personas “temerosas de Dios” (Cf Hch 10, 1-2), que a diferencia de los fariseos, que presumían de ser observantes de la Ley mosaica, no se oponen el avance del movimiento de Jesús, sino todo lo contrario, manifiestan a Felipe, uno de sus discípulos: “Señor, queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21b). No es un ver por curiosidad, sino un ver con interés de adhesión. Debieron haber sido los fariseos los primeros en aceptar a Jesús, pero no fue así; fueron unos extranjeros, de una cultura considerada superior, los que aceptaron ver a Jesús. ¡Qué diferencia! ¡Qué triste realidad!. Felipe lleva el mensaje a Jesús, pero acompañado de Andrés, otro del movimiento. Es en comunidad que el movimiento es capaz de llevar a los griegos a Jesús, es en comunidad que se puede mostrar a Jesús, es la comunidad, pero al estilo del movimiento de Jesús, la que puede llevar a todos a Jesús, adhiriéndolo al proyecto del reino.

La posible adhesión de los griegos al movimiento de Jesús, aunque es buena noticia para los pobres, también es motivo de escándalo para los siervos del “príncipe de este mundo”. Cuando un sistema opresor sabe que un profeta no es escuchado, no le hace nada; pero cuando es escuchado y grupos importantes se le unen, entonces es una amenaza que debe desaparecer cuanto antes. Por eso cuando Andrés y Felipe le llevan la noticia a Jesús, Él responde: “Ha llegado la hora” (Cf. Jn 12, 23). Es la hora de la intolerancia máxima entre el reino y el antirreino, es la hora en que es uno o el otro. Es la hora que Jesús sabía que llegaría tarde o temprano, por eso había dicho: “El mundo [...] a mí sí que me odia, porque yo muestro que sus obras son malas” (Jn 7, 7).

La hora de la hora.

Cuando llega la hora de la hora, no sólo es la hora de Jesús (y su movimiento), también es la hora de los siervos del “príncipe de este mundo”. A la hora de la hora Jesús tiene dos opciones: echarse para atrás o seguir adelante. Echarse para atrás es retractarse de lo que hasta ahora ha dicho y hecho, es suavizar su mensaje y defraudar a los pobres, para obtener de parte del sistema el favor de perdonarle la vida; en definitiva es no hacer la voluntad de Dios. Seguir adelante es ser coherente con lo que hasta ahora ha dicho y hecho, es no aceptar nada de parte del sistema, ni sus sobornos, ni sus intimidaciones, ni sus favores; en definitiva es no hacer la voluntad del sistema.

Por otro lado, a la hora de la hora los siervos del “príncipe de este mundo” también tienen dos opciones: convertirse al reino, renunciando al antirreino o reafirmarse en el antirreino. Convertirse es darle la espalda al sistema opresor y aceptar la propuesta de Jesús, es volverse miembros del movimiento (esto fue lo que ocurrió con Pablo de Tarso) para luchar contra el que antes era su amo. Reafirmarse es decidir por defender al sistema opresor montado, es acabar con todos lo que estorben en el proceso que desean imponer.

Cuando llega la hora de la hora, Jesús clama: “Ahora mi alma está turbada” (Cf. Jn 12, 27). Aceptar la hora es muy duro, la decisión es difícil; sin embargo el “líbrame de esta hora” hubiera quedado mal en Él, pues sería como decir: no se haga tu voluntad, sino la de los poderosos que corrompen a los justos con sus políticas de miedo y soborno. Cuando llegó la hora de la hora, Jesús dijo: “¡Padre, glorifica tu nombre!” (Cf. Jn 12, 28), es decir, que se haga tu voluntad, que los justos prefieran la muerte antes de caer en la complicidad del “príncipe de este mundo”. Es en este sentido que Jesús entiende su aceptación de la hora como glorificación y no como derrota. Para Él dando la vida es que se da fruto y odiando el modelo de vida del sistema opresor es que se la gana para la vida eterna (Cf. Jn 12, 24-25).

Cuando llega la hora de la hora una voz viene del cielo: “Le he glorificado y le glorificaré” (Cf. Jn 12, 28). Es la voz del Padre dirigida no a Jesús, sino a los siervos del “príncipe de este mundo” (Cf. Jn 12, 30). Es una última oportunidad de conversión, es el Padre diciéndole a los fariseos alienados y a las muchedumbres adormecidas que Jesús de Nazareth está en la verdad, que su lucha por el reino es la verdadera justicia, que el sistema opresor sólo enriquece a unos y no tiene ningún sentido que siga viviendo un minuto más, que es posible derribar ese sistema y edificar otro donde no haya ricos para que tampoco haya pobres. Sin embargo, a pesar de todo los intentos del Padre por que éstos escuchen su voluntad, ellos no entienden o no quieren entender, por eso dicen que es un trueno o la voz de un ángel (Cf. Jn 12, 29). Cuando llegó la hora de la hora, los siervos del “príncipe de este mundo” decidieron seguir sirviendo a su señor asesinando a Jesús de Nazareth.

A la hora de la hora el reino se impone.

Con el asesinato de Jesús, los siervos del príncipe de este mundo creen haber triunfado, pero no es así. El evangelista toma la figura del crucificado para hacernos comprender esto. Jesús al ser crucificado en el Gólgotá quedó por encima de la tierra, por encima de todos los hombres y mujeres, por encima de todas los sistemas políticos-económicos-religiosos-sociales; quedando por encima de ellos se convierte en juez del príncipe de este mundo y de todos sus siervos. Jesús, con su muerte en la cruz, no sólo da testimonio de fidelidad a la voluntad del Padre, que quiere que todos tengan vida en abundancia (Cf. Jn 10 ,10b), sino que también es prueba fehaciente de la injusticia de un sistema, de su terquedad, de irracionalidad y de su brutalidad. El condenado a muerte condena al sistema que lo asesina al juicio de la historia y de los pobres.

Pero no sólo eso, Jesús con su muerte se convierte en semilla de nuevos profetas, alimento del movimiento fundando por Él. Este movimiento sigue a Jesús y siempre permanece donde Él está; es decir, luchando por el reino, desenmascarando los sistemas injustos y congregando nuevos miembros al movimiento. Este movimiento también correrá la misma suerte del maestro; llegará la hora de la hora de ser considerados peligrosos y de ser sentenciados a muerte por la intolerancia de las nuevas encarnaciones del “príncipe de este mundo”, cada momento histórico tiene la suya. Cuando llegue la hora de la hora, los miembros del movimiento deberán decir como Jesús: ¡Padre, glorifica tu nombre!, es decir, deberán aceptar esa hora y jamás dejarse doblegar por el miedo que viene de los sistemas opresores. Así siguirán desenmascarando y acabando con los sistemas, mostrando su brutalidad; así serán honrados como verdaderos seguidores de Jesús (Cf. Jn 12, 26) y así, ellos mismos, se constituirán en semilla de nuevos profetas.

Monseñor Romero fue un auténtico seguidor de Jesús, estuvo donde Él hubiera estado de haber sido salvadoreño en los años setentas y ochentas. Así lo confirma el pueblo salvadoreño: Con Monseñor Romero “Dios pasó por El Salvador”. Monseñor vivió su combate contra el antirreino y cuando llegó la hora de la hora no se echó para atrás. Los señores del Estado salvadoreño decidieron darle muerte para acabar con su voz, para evitar que más personas, siguiendo su ejemplo, se convirtieran en subversivos. Lo crucificaron el 24 de marzo, pero su muerte no fue un silencio, sino un grito de libertad, con el cual confirmó lo que había predicado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño con humildad”. Monseñor se dejó matar, pero para dar fruto, para ganar la vida eterna venciendo al opresor; por eso con su muerte, él mismo se convierte en semilla de nuevos profetas: “Podrán matar al profeta, pero su voz de justicia no y le impondrán el silencio, pero la historia no callará” dice la canción. Y una cosa más sobre su muerte. El 24 de marzo, a través de Monseñor Romero, Dios nos reveló la imagen del ser humano que Él quiere para nuestros tiempos.

Hermanos y hermanas, a ejemplo de Monseñor Romero, optemos por el reino de Dios, enfrentemos al sistema opresor, no nos hagamos cómplices por omisión y menos por colaboración con el poder. Si no ha llegado nuestra hora, puede ser que el sistema aún nos tolera o, en el peor de los casos, nosotros mismos somos el sistema. La voz cielo, hoy nuevamente se dirige a las muchedumbres, a nosotros, para decirnos: “Le he glorificado y le glorificaré”, escuchemos esa voz y convirtámonos a Jesús oponiénonos a la corrupción, al crimen organizado, a los violentos, etc.

Que Monseñor Romero interceda por nosotros.

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