viernes, 26 de marzo de 2010

LA VIOLENCIA Y LA MISERICORDIA

SAN LUCAS 22-23

La realidad de América Latina, entre otras cosas, sigue siendo la de un continente crucificado. Sólo para tener una pequeña idea veamos algunos informes noticiosos de la semana pasada sobre casos de violencia en algunos de nuestros países.

En México 56 personas fueron asesinadas en Ciudad Juárez por el crimen organizado y el narcotráfico. En Guatemala, la Policía Nacional Civil registró el año pasado 6.428 muertes violentas, lo que denota un aumento continuo y sostenido durante los últimos diez años. En El Salvador, el presidente Mauricio Funes, advirtió sobre el peligro de que se imponga una "cultura de tolerancia" frente a la violencia de su país que registra un promedio de 13 asesinatos al día. Funes se refirió así a un menor de edad cuyas fotografías fueron publicadas por la prensa local en el momento en el que atacaba con un cuchillo a otro joven que acabó muerto. Indicó que le preocupa la forma impune como este joven, a plena luz del día, frente a muchos testigos, pelea, saca una navaja y se la introduce en el cuerpo al muchacho y nadie hace nada". En Honduras, ante la situación de inseguridad y violencia que se vive, las empresas encontraron un nuevo nicho de mercado: la venta de prendas de vestir blindadas de uso civil. El gerente en Honduras de la franquicia denominada Ioki, José David Pérez, explicó a periodistas que las camisetas tipo playera ya se venden en la norteña ciudad de San Pedro Sula, donde se presentan los índices de violencia más elevados del país. En Nicaragua, en lo que va del año 2010 en Jinotega se reportan la muerte de tres mujeres que fueron asesinadas, de las cuales una de la víctimas es una niña de seis años, quien murió en manos de su propio padre al igual que su progenitora. En Costa Rica, preocupa la realidad de explotación sexual de menores, especialmente en las provincias de San José, Limón y Puntarenas. En Panamá, veintidós mujeres han sido asesinadas en lo que va de este año. En Colombia se lamenta el asesinato del sacerdote católico Román de Jesús Zapata, en la casa cural de la parroquia del corregimiento de Currulao, en Turbo, donde oficiaba como párroco. En Venezuela, aunque desde hace varios años el gobierno venezolano no entrega cifras globales sobre la violencia, según datos extraoficiales, en el 2009 fueron asesinadas 16.047 personas en el país. Solo en Caracas se registraron el año pasado 140 homicidios por cada 100.000 habitantes.

A este drama de muerte se une a la realidad del comercio mundial de armas que creció en un 22 por ciento en el período 2005-2009 con respecto al período anterior, según un informe difundido ayer por el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI). Estados Unidos y Rusia mantienen su hegemonía como principales exportadores mundiales, y Asia y Oceanía, la suya como la principal región compradora de armamento. En Sudamérica se produjo un aumento del 150 por ciento en la compra de armas con respecto al período 2000-2004, siendo EEUU su primer vendedor.

La violencia es parte de nuestra vida, justificada desde tantas razones y desde tantas sinrazones, es una realidad innegable donde todos estamos involucrados, nadie se escapa de tener responsabilidad. Unos cometen violencia porque tienen hambre, otros para defenderse, otros para mantener su trabajo, otros para sobrevivir, otros por “amor”1 y otros por odio. La violencia siempre nos ha acompañado y es la razón de nuestra más grande vergüenza como humanidad. Hoy en día el sistema neo-liberal o neo-conservador, que navega tiránicamente por la globalización, piensa que la violencia es un comercio muy rentable. Así lo vemos, a nivel de microeconomía en Honduras, con la venta de prendas blindadas y ya no se diga en Estado Unidos y Rusia, como vimos antes.

Hoy, domingo de Ramos, hacemos Memoria del asesinato infligido contra Jesús de Nazaret al escuchar la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, el Salvador, según san Lucas. El evangelio nos presenta a Jesús como un hombre que, entregado al proyecto de Dios y su justicia, prefiere padecer la violencia antes que cometerla, amar antes que odiar y practicar misericordia antes que venganza.

Cuando a Jesús le llegó la hora de la verdad, de poner por obra lo que tanto había hablado: asumir la muerte antes que dejar tirado el proyecto del Reino de Dios; cuando llegó esa hora, Jesús se sentó a la mesa, el día de los Ázimos, ofreció su cuerpo y su sangre por el Reino y pidió a sus apóstoles hicieran lo mismo, a pesar de estar consciente de la tradición de algunos y la negación de otros.

Cuando terminaron la cena salieron al Monte de los Olivos, donde Él y sus discípulos pasaban las noches orando y planeando las estrategias en favor del Reino. Todos sabía que la hora había llegado, pues existían amenazas de muerte contra Jesús. Todos estaban muy tristes. Jesús pide que oren para no caer en la tentación de abandonar el proyecto, incluso Él mismo lo hace. Y en medio de su oración recibe el consuelo del Padre Misericordioso. Llega Judas con un grupo integrado por poderosos del Templo de Jerusalén, para prender exclusivamente a Jesús. Comienza una pequeña batalla, Pedro hiere al siervo del sumo sacerdote, pero Jesús, que no reacciona con violencia, sino con misericordia, lo sana. Entonces le prenden y llevan a la casa del sumo sacerdote, en Jerusalén, donde es torturado toda la madrugada, mientras Pedro lo niega tres veces. Por fin, cuando se hace de día, el Sanedrín comienzan un proceso contra Él y sin necesidad de testigo lo consideran reo de muerte por haber dicho que era Hijo de Dios: Yo soy.

Lo llevan ante Pilato bajo el cargo de ser un alborotador del pueblo judío, que prohibía pagar los tributos al César y se llamaba así mismo Cristo Rey. Pilato no encuentra culpa en Él, y al saber que era de Galilea lo manda a Herodes, que estaba por entonces en Jerusalén, pues este era rey de Galilea en aquél tiempo. Herodes, que deseaba verlo desde hacía tiempo por lo que se decía de Él, le pide signos milagrosos, pero al no dárselos Jesús, lo manda de regreso a Pilato. Éste convoca a los sumos sacerdotes, a los ancianos, a los magistrados y al pueblo, les dice que Jesús no ha hecho algo que merezca la muerte y por eso lo va a soltar. Pero la muchedumbre prefirió que soltara a Barrabás, que tenía cargos por asesinato. Por fin Pilato sentenció que se cumpliera la demanda de la muchedumbre y les entregó a Jesús para que lo crucificaran.

Mientras iba de camino al Calvario, ponen a Simón de Cirene a cargar la Cruz con Jesús, era como un gesto de misericordia en medio de tanta crueldad. Las mujeres de Jerusalén y gran multitud del pueblo también muestran misericordia al llorar y lamentarse por Él, pero ese tipo de misericordia Jesús no lo acepta y les dice que lloren por ellas y por sus hijos porque son los responsables de todo el abuso que están cometiendo y que por todo ello pagarán. Cuando llega al Calvario lo crucifican en medio de dos malhechores, y en lugar de lanzar maldiciones en contra de sus asesinos, pide a su Padre les perdone ese pecado. Jesús ora por sus enemigos, ruega por los que lo difaman, pues es misericordioso hasta el extremo. Uno de los malhechores reconoce que Jesús no se merece estar allí, le pide que se acuerde de él en su Reino. Jesús, que como siempre ha mostrado misericordia con los pecadores, le dice que hoy mismo estará en el Paraíso. Por fin, en la hora nona, Jesús ya cansado, desangrado y casi inconsciente, pero lleno de confianza en su Padre que no lo ha abandonado ni en el momento de la Cruz, le encomienda su espíritu y dicho esto muere.

Entonces el centurión, uno de sus verdugos, reconoce que era un hombre justo. Mientras tanto, a distancia, todos los conocidos de Jesús y las mujeres que le habían seguido desde Galilea contemplaban todo. Jesús no muere totalmente abandonado de sus amigos, como tampoco muere sintiéndose abandonado de su Padre. Luego de su muerte, antes del gran Sábado, es bajado de la cruz, como gesto de respeto por su cuerpo y no ser comido por los perros; es llevado, gracias a José de Arimatea, a un sepulcro nuevo, lo envuelven en sábanas y lo dejan allí, mientras las mujeres, que habían visto cómo colocaban el cuerpo, preparaban aromas y mirra para ponérselos a Jesús después del gran Sábado.

Hacer un recorrido por todo este evangelio nos hace pensar que la misericordia de Dios y de los hombres y mujeres en verdad existe. Hay gente buena en el mundo, no todo es violencia, no todo es racionalidad instrumental, también hay racionalidades solidarias como la de las mujeres que siguen a Jesús antes y después de su muerte.

Los seres humanos no estamos condenados a ser violentos, dentro de nosotros existe la capacidad de ser misericordiosos. Creo que de esto estamos convencidos todos los cristianos, sin embargo algunos se preguntan: ¿Con quiénes debemos ser misericordiosos: con los explotados o con los explotadores? Jesús de Nazaret fue misericordioso con todos, absolutamente con todos, incluso con sus propios verdugos. Sabemos que decir esto, en un contexto donde matan a nuestros hermanos y hermanas, donde los “malos” poderosos se salen con la suya, suena a pasividad, pero no es así. Nuestra manera activa de ejercer la inconformidad y de proponer un mundo distinto es precisamente “hacerlo todo” con misericordia. Por ejemplo: proponer sistemas económicos, educativos y culturales; apoyar protestas, huelgas de trabajadores y de grupos minoritarios; y difundir por los medios de comunicación social la verdad, son acciones propias de los que sienten misericordia por los explotados, marginados y excluidos de la historia. Pero como meterse en esto, o como dirían algunos, “meterse en política”, trae necesariamente persecución, al momento de ser amenazado, difamado, desheredado, etc., los misericordiosos deben negarse a cometer todo acto de venganza y procurar recordar las palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”; de lo contrario los cristianos caeríamos en la trampa del sistema de muerte que enseña que la única manera de construir la paz es la guerra.

Mientras más violencia se respire en el mundo, mientras América Latina siga siendo un pueblo crucificado, más se hace urgente la práctica de la misericordia.

sábado, 20 de marzo de 2010

MONSEÑOR ROMERO Y JESÚS DE NAZARET


Jn 8, 1-11

El próximo veinticuatro de marzo estaremos recordando a nuestro obispo y mártir Oscar Arnulfo Romero. Hace treinta años fue asesinado por el gobierno de la República de El Salvador del año 1980. Fue un asesinato terrible, pero al mismo tiempo profético, pues desenmascaró la brutalidad, la irracionalidad y la locura del estado salvadoreño de aquel tiempo. Monseñor Romero mostró, con su martirio, el rostro de Dios que al optar por la justicia opta por los pobres.

Es difícil olvidar a Monseñor, una vez que se le conoce no hay forma de sacarlo de la mente y del corazón, sea para amarlo o para odiarlo. Él supo no ser centro, ni punto de equilibrio entre dos o tres tendencias políticas o religiosas. Él optó por la imagen de Iglesia que pedía el Concilio Vaticano II y los documentos latinoamericanos de Medellín y Puebla, una opción por el ser humano latinoamericano que sufre las consecuencias de la injusticia: el ser humano pobre que se muere de hambre y lucha por sobrevivir. Monseñor optó por seguir a Jesucristo, Aquel que no fue tolerado por los poderosos de su tiempo. Hoy, nadie puede ser indiferente, Monseñor Romero está vivo y no sólo en el pueblo salvadoreño, sino en todo aquel que es animado por su ejemplo a seguir a Jesús de Nazaret para “seguir siendo la voz de los que no tienen voz”.

Queremos leer el evangelio de este domingo teniendo como fondo la figura de Monseñor Romero. En el evangelio entran en escena Jesús, todo el pueblo que llega a escucharlo, un grupo de escribas y fariseos y una mujer sorprendida en adulterio. El escenario es el Templo de Jerusalén a las horas de la madrugada.

Jesús participa en un debate legal provocado por los escribas y fariseos que andan buscando de qué acusarle. Esta vez aprovechan el caso de una mujer sorprendida en adulterio, que según la Ley de Moisés, debía morir. Ellos (escribas y fariseos) están muy molestos con Jesús porque atropella la Ley de Moisés, con lo cual pone a temblar todo el sistema religioso del que se sirven ellos para seguir oprimiendo al pueblo y obtener beneficios.

Los escribas y fariseos ponen en medio del pueblo a una mujer sorprendida en flagrante adulterio, para ser juzgada y luego apedreada. Le recuerdan a Jesús la ley que pide matarla y preguntan su opinión. Jesús comprende esto de inmediato: no se trata de condenar o no a la mujer, sino que andan buscando como condenarlo a Él. Si dice que la apedreen, todo su proyecto de misericordia quedaría en nada y perdería a todos sus discípulos: pobres, pecadores, publicanos, prostitutas, mujeres, enfermos, leprosos, ex-endemoniados, ex-locos y otros; pero si dice que no debe morir, entonces Él pasaría por alto la Ley de Moisés, con lo cual se convertiría en un blasfemo que debe morir. Jesús está de acuerdo con la Ley, pero sabe que no puede ser leída con ojos legalistas, sino con ojos de misericordia. La tensión es grande, incluso se inclina para rayar en la tierra mientras los escribas y fariseos, sedientos de ver correr sangre, le insisten que responda a la pregunta: ¿Tú que opinas? Por fin Jesús encuentra una respuesta sabia, prudente y lapidaria, entonces se incorpora y les dice: “Aquel de ustedes que esté sin pecado que le arroje la primera piedra”. Con esto Jesús dice muchas cosas: 1) Les enseña a ellos, al igual que a todo el pueblo, cómo leer la Ley de Moisés: no bajo lo legal, sino bajo la ley de la misericordia; 2) Les dice que ellos son pecadores igual que la mujer adultera; 3) Les hace ver que el autor de la Ley de Moisés, Dios, no se complace con acabar con el pecador, sino con el pecado; 4) Les enseña que el único juez es Dios.

Luego de esas palabras, tan conocidas en nuestro medio, Jesús vuelve a inclinarse para rayar en la tierra, mientras todos se van retirando comenzando por los más viejos. Al final quedan Jesús y la mujer: ella en medio y Jesús inclinado. Él se incorpora nuevamente y entabla un diálogo con ella. Le hace ver que nadie la ha condenado, a pesar de merecerlo, según la Ley de Moisés. Entonces, ella, en el Templo de Jerusalén a las horas de la madrugada, reconoce que Jesús es el Señor: “Nadie [me ha condenado] Señor”. Y el Señor le dice: “Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más”.

Durante su vida como arzobispo de San Salvador (1977-1980), Monseñor Romero, tuvo que soportar la persecución a través de la investigación de la Iglesia jerárquica y del gobierno, que buscaban de muchas maneras tener de qué acusarle. Una buena excusa para asesinarlo era vincularlo a la guerrilla salvadoreña de aquel tiempo. Sencillamente, Monseñor Romero era una piedra en el zapato para todo sistema, religioso o político, que diera la espalda a los más pobres entre los pobres. Monseñor se vio en algunos momentos entre la espada y la pared: cumplir la Constitución de la República y las leyes salvadoreñas para ser un buen ciudadano, o cumplir la ley de Dios que dice: “No matarás”. En su última homilía, en la catedral, Monseñor ratificó su opción por la Ley de Dios y llamó, incluso a los miembros del Ejército Nacional, a revelarse a toda ley que no sea de Dios.

Monseñor Romero, arriesgando valientemente su vida por salvar la vida de los pobres, nos recuerda a Jesús de Nazaret frente a los escribas y fariseos que andaban buscando de qué acusarle. Jesús no renunció a salvar a la mujer como Monseñor no renunció a luchar por la vida de muchos campesinos; así como Jesús enseñó a los escribas y fariseos que la ley nunca está por encima de los seres humanos, Monseñor enseñó que toda ley civil si no está basada en los valores evangélicos de la justicia, la paz y el amor, es una ley inmoral que nadie debe cumplir.

Nosotros, la Iglesia, estamos llamados a seguir el ejemplo de Monseñor Romero, que sigue a Jesús de Nazaret de un modo comprometido a nivel social y político. No podemos seguir siendo Iglesia al margen de lo que ocurre a nuestro alrededor, no podemos seguir callando mientras muchas personas siguen siendo juzgadas por leyes que no son de libertad, no podemos hacernos cómplices con nuestra indiferencia ante los abusos de los gobiernos de izquierda y de derecha de nuestros países, y no podemos seguir llamándonos cristianos si no corremos la misma suerte de todos los cristianos y cristianas que han luchado por la causa de Jesús en sus propias historias.

Cuando hacía sus visitas pastorales, a Monseñor Romero le gustaba ver las fotos de los mártires campesinos, catequistas, religiosos, religiosas y sacerdotes; también le gustaba contar sus historias en sus homilías de un modo amplio y enérgico. Por eso, la fiesta de Monseñor Romero, no sólo es su fiesta, es también la de Rutilio Grande y de la enorme cantidad de mártires laicos de toda América Latina.

¡Qué viva Monseñor Oscar Arnulfo Romero!

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