domingo, 2 de agosto de 2020

GRATUIDAD DE LA VIDA CON JESUS

La gratuidad es quizás uno de los valores menos apreciados entre nosotros. Desde niños aprendemos que las cosas tienen un valor, que no son gratis, y que precisamente porque no son gratis, debemos cuidarlas. Vamos afirmando así un pensamiento: lo gratis no es digno de ser apreciado (¡Lo que nada nos cuesta, hagámoslo fiesta!). Recuerdo que mi primera jefe laboral solía decirnos: “los errores se pagan con dinero”. En nuestra sociedad, todo se ha monetizado. Iniciamos asignando un valor a cada objeto, y después llevamos la misma lógica a nuestros conocimientos, a nuestro tiempo (¡“el tiempo es oro”!, “Time is Money!”), a nuestro servicio a los demás, a nuestras relaciones, a todos los ámbitos de nuestra vida. Establecemos amistades calculando las ganancias que podemos tener, valoramos los amigos por su grado de “utilidad”, porque nos pueden “servir” en algún momento de necesidad. De hecho, muchas veces la única forma de buscar a los amigos y de manifestarles nuestro afecto es cuando necesitamos de ellos “un favor”. Nuestra lógica es siempre la de ganar, y el motor principal es siempre el interés.  En un mundo así, ¿qué espacio hay para la gratuidad? ¿existen aún las acciones completamente desinteresadas? ¿o debemos simplemente resignarnos y aceptar que la vida es así, que cada uno busca su propio interés y que lo mejor que podemos hacer es tener intereses al menos honestos y compartir nuestros intereses con otros?
            Yo quiero creer que aún es posible la gratuidad; que todavía se encuentra en medio de alguna bulliciosa plaza de la capital, o en un callejón estrecho de algún pueblo, aquel hombre que ofrece sonrisas a quienes encuentra por el camino, sin el interés de recibirlas a cambio, sin esperar favores de aquellos a los que llena de luz con su saludo cada mañana. Quiero creer que si me fijo con atención, me encontraré con aquella joven que inicia su trabajo como secretaria, y reserva parte de su salario para comprar algo de comida a la anciana viuda que vive en su mismo edificio, viuda que no podrá jamás pagarle, de la que no recibirá ninguna ganancia. Quiero creer que todavía discurren por nuestras calles aquellos que ofrecen gratuitamente sus bienes, sus conocimientos, su tiempo, sin esperar ser reconocidos por nadie, y sin levantar los ojos al cielo con un guiño, esperando ser recompensados ni siquiera por Dios. Para que sea “gratis”, no debemos esperar ni siquiera que Dios nos devuelva lo que damos, porque de lo contrario, no sería más que una transacción egoísta, que busca ganancia en un trato con el Altísimo. ¡Renunciar a toda búsqueda de interés para entrar en la lógica de la gratuidad! He ahí el reto… ¿y qué ganamos? ¡nada! Precisamente de eso se trata.
Es famoso el pasaje del Evangelio en el que Jesús multiplica los panes para más de cinco mil personas. Muchas veces la atención la centramos únicamente en la acción sobrenatural, descuidando el intercambio de palabras que dio inicio al famoso milagro. Se hacía tarde y los discípulos estaban preocupados porque la gente llevaba todo el día con ellos sin comer. Así que se acercan a Jesús con la solución más evidente: “Envía a la gente a los pueblos cercanos para que se compre comida para sí” (el texto griego enfatiza la idea de comprar para ellos mismos: ἀγοράσωσιν ἑαυτοῖς βρώματα- Mt 14,15; Mc 6,36). Ya los discípulos de Cristo, en una sociedad con niveles de consumo infinitamente más bajos que la nuestra, piensan en términos de comprar, y sobre todo de una “compra para sí”. A nadie se le ocurre que muchas de las personas que están allí no tienen con qué comprar.
            En realidad sí, sí hay uno a quien se le ocurre esto, hay uno que está pensando según la lógica de la gratuidad. La respuesta de Jesús fue: “Denles ustedes de comer” (Mt 14,16; Mc 6,37). En el texto griego está enfatizado el pronombre ustedes (ὑμεῖς). Jesús no sólo está dando la contrapropuesta del dar contra el comprar, sino que está haciendo recaer en sus discípulos esta responsabilidad. Son ellos, y no otros, los que deben iniciar la dinámica del dar. Darlo todo, aunque parezca una utopía que cinco peces pueden saciar el hambre de la multitud. No se trata de hacer sumas y cálculos, para quedarnos con la frustración de lo imposible que es saciar el hambre del mundo, y permanecer tranquilos porque no podemos hacer nada. En esta tentación sucumbieron los discípulos quienes respondieron a Jesús: doscientos denarios de pan no alcanzaría para alimentar a tantos” (Mc 6,37).
            Jesús rechaza esta excusa, y al final los discípulos renuncian a sus cinco panes, que de todas formas no hubieran podido saciarlos ni siquiera a ellos… cinco panes entre doce no quitan el hambre… Ofrecen lo poco que tienen, y ya sabemos lo que pasa. Jesús es el salto que se necesita para que lo poco alcance para todos. Incluso aquellos que renunciaron gratuitamente a lo que tenían quedaron saciados, recibiendo más de lo que habían dado.
Ahora bien, para alcanzar a vivir esta lógica de la gratuidad se requiere tener los mismos sentimientos de Cristo; el relato de la multiplicación inicia narrando el cansancio de Jesús y sus discípulos, y el deseo que tenían de “descansar un poco” (Mc 6,31); cuando llegan al lugar del “descanso” se encuentran con una muchedumbre que los espera; Jesús no siente desesperación por aquella gente que interfiere con su vida privada y no le deja descansar, al contrario, siente “compasión” de todos ellos, necesitados de un guía, necesitados de él. Es este sentimiento de compasión la clave de una vida en lógica de gratuidad, de una vida volcada hacia los demás. Sin compasión, nuestra lógica será la de los discípulos: sálvese quien pueda, que cada uno se compre lo suyo… Con compasión, este mundo tiene esperanza de no morir de hambre, la esperanza de ser totalmente saciado. 

Tomado con permiso del blog franciscano: https://duvanofm.wordpress.com/2020/08/02/la-gratuidad-como-propuesta/ escribanle allá, si quieren ser fanciscanos de la Provincia de San Pablo de Medellín Colombia.
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