sábado, 7 de noviembre de 2009

¿QUIÉNES DEVORAN LOS BIENES DE LOS POBRES?

Estando Jesús en el Templo de Jerusalén, junto a una gran multitud que acudía a Él para escucharlo con agrado, les decía: “Cuídense de esos maestros de la ley a quienes les gusta pasear con sus amplias vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar asientos reservados en las sinagogas y en los banquetes; incluso devoran los bienes de las viudas, mientras se amparan detrás de largas oraciones. Estos recibirán una sentencia muy severa”.

Sabiendo Jesús muy bien del gran pecado personal, social y estructural que se daba en la realidad de su tiempo, advierte a sus discípulos y a la multitud presente a no dejarse engañar por todas aquellas personas que les gusta que les rindan homenaje, que les reconozcan sus títulos y su conocimiento, y que creen que tienen una dignidad mayor ante Dios y la sociedad: doctores, maestros, sumos sacerdotes de la ley, fariseos hipócritas, autoridades civiles, etc. todas aquellas que son expertas en manipular la palabra de Dios para esconder sus injusticias y grandes maldades en la oración, en sus rituales piadosos, en su falsa religión.

El peligro de este tipo de personas está en que dan más importancia a una ley o a una teoría, que al sufrimiento concreto de las personas. Se olvidan del hermano, de la hermana y sus sufrimientos. Entonces, con tal que se cumpla la ley o la teoría, no importa si las personas sufren, si se sienten despreciadas y humilladas o incluso, hasta perdidas y condenadas. El profeta, en cambio, se centra en la realidad del pueblo y sus sufrimientos y la voluntad de Dios para él. Quien es profeta no se calla cuando se encuentra frente al sufrimiento humano; reacciona inmediatamente, en nombre de Dios, con palabras de consuelo y esperanza, pero también con palabras de denuncia. Por eso los profetas denunciaron a los reyes, ricos y sacerdotes, junto con el Templo, el culto religioso, sus sacrificios y oraciones.

Además, en aquel tiempo, la religión era utilizada como argumento para justificar las mil injusticias que se cometían con las personas pobres y desgraciadas de aquella sociedad. Por eso, para Jesús lo más importante no fue la religión, ni la ley, ni la gracia, ni el pecado en sus últimas estructuras, ni siquiera Dios en sí mismo. Lo decisivo para Jesús es el sufrimiento y nuestra práctica de fe frente a quienes no tienen qué comer ni con qué vestirse, a las personas extranjeras e inmigrantes que se ven en tierra extraña, de las personas enfermas que se sienten solas y de las encarceladas despreciadas por todos.

¿Por qué entonces, Jesús nos invita a cuidarnos de las personas que busca privilegios, honores, y que devoran los bienes de las viudas? Por una razón: porque en el centro de sus preocupaciones no está el sufrimiento que padecen los seres humanos, sus hermanos y hermanas, sino el verdadero pecado que ofende a Dios. Los conflictos que tuvo que soportar Jesús y las incomprensiones que padeció siempre fueron por la misma razón. Jesús se ponía de parte de quien sufría, fuera quien fuera y por el motivo que fuera. Y si para aliviar el sufrimiento era necesario quebrantar las normas establecidas, las leyes religiosas e incluso escandalizar a los teólogos, sacerdotes, o expertos en la ley, Jesús no lo dudaba en ningún momento.

Sin duda alguna, Jesús tenía toda la razón del mundo cuando vio claramente que el mayor peligro para la humanidad no son las personas opresoras e injustas, tales como el Imperio Romano. No cabe duda que los poderes de “este mundo” son peligrosos, ¡qué duda cabe! Pero son mucho más peligrosos los poderes del “otro mundo”, es decir, los que se presentan como representantes de Dios: los poderes religiosos opresores y alienantes. Porque se trata de poderes que tocan donde nada ni nadie más puede tocar, en la intimidad de la conciencia, allí donde cada persona se ve a sí misma como una buena persona o, por el contrario, como una perdida y degenerada.

Después que Jesús le enseñó a la multitud, se sentó frente a las alcancías del Templo, y observaba como la gente daba su limosna para el tesoro. Muchos ricos daban en abundancia, pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: “Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza, no tenía más, ha dado todo lo que tenía para vivir”.

En tiempos de Jesús, Jerusalén era una ciudad donde habían muchas personas viviendo miserablemente en las calles, pidiendo limosna. Estas personas miserables se concentraban siempre cerca del Templo, donde la gran mayoría no podía entrar, en especial si padecían alguna de las muchas enfermedades que se consideraban como castigo de Dios por los pecados: leprosos, tullidos, enfermos mentales, ciegos, etc.

Jesús no se opuso a la limosna. Al contrario, en varias ocasiones habla de vender las propias riquezas para dar el dinero a las personas pobres. Lo que crítica Jesús es la actitud de aquellas personas que dan limosna para ser vistas o para tapar las injusticias con que tratan a sus trabajadores y a quienes viven en la marginación.

En la actualidad, en un mundo tan complejo económicamente, la limosna, la beneficencia, las donaciones del extranjero, “las ayudas para el desarrollo de un país”, en la mayoría de casos, son una manera de lavarse las manos y tapar las injusticias del sistema capitalista-mercantilista, y mantener su sistema de muerte. Cuando la limosna, las sobras sustituyen a la justicia, ésas deben ser totalmente rechazadas, pues van bañadas con sangre de inocentes. Cuando la limosna impide a la persona que la recibe crecer como ser humano, no es cristiana, pues condena a la esclavitud. La ayuda caritativa y humanitaria siempre serán necesarias en casos de emergencia, pero si no se atacan las causas de las injusticias estructurales que son la fuente de la pobreza, la marginación y la exclusión, crea dependencias no sanas que empeoran la situación.

Jesús valora grandemente la ofrenda de la viuda. Lo que ella echó en el tesoro del templo fueron unos centavos que no alcanzaban ni para pagar el pan necesario para comer un tiempo. Al engrandecer la generosidad de la viuda, Jesús, fiel a la tradición profética, está denunciando el lujo de la llamada “casa de Dios” y, más todavía, la seguridad con que las personas ricas piensan comprar con dinero la salvación o gracia de Dios. Al verdadero Dios no se le agrada ni con oro, plata, dinero u otro bien material. El templo de Dios es el ser humano. “La Iglesia no es un museo de oro y plata”. ¿Queremos de verdad honrar el cuerpo de Jesucristo? No permitamos que se quede desnudo en las calles. No dejemos que muera de hambre. No le honremos en el templo con vestidos lujosos y joyas; mientras afuera lo dejamos morir de frío y de hambre.

JESÚS NACE, VIVE, MUERE Y RESUCITA ENTRE LOS POBRES”.

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