lunes, 18 de mayo de 2009

AMAR ES DAR LA VIDA

Jn 15, 9-17

Hermanas y hermanos, llegamos hoy al VI Domingo de Pascua en un contexto de incertidumbre social. Por un lado se ve más deshumanización y por otro, algunas esperanzas. Sin embargo, para los pobres las cosas siguen igual; ellos contemplan que pasa el tiempo y el clima de violencia que se da a su alrededor aumenta cada día más. Triste y doloroso es saber que nuestra realidad social, política, económica, religiosa y ecológica, en vez de humanizarse se deshumaniza; en vez de ser vida y esperanza, es muerte y desesperanza; en vez de ser reino y buena noticia, es antireino y mala noticia; en vez de ser luz y paz, es oscuridad y guerra; en vez de ser alegría y amor, es tristeza y odio y es vez de ser canto a la vida, es llanto incansable. No hay respeto a la dignidad humana. La lucha entre clases sociales y al interior de las mismas llegan al extremo del asesinato inmisericorde. En fin, la cultura de nuestros países ha adquirido el adjetivo “de muerte”.

De esta cultura de muerte participamos todos, pero no de la misma manera. Unos son culpables sociológicamente, porque crean y alimentan la cultura de muerte para lograr conscientemente sus planes egoístas. Otros son sociológicamente inocentes, pues al cometer violencia (pecado personal) no alimentan la cultura de muerte conscientemente, sino que son presas de un sistema que crea las condiciones sociales para convertirlos en ladrones y asesinos. Pero la trampa está en que en sociedades (con cultura de muerte), los violentos inocentes pasan por culpables ante todos, la ley los juzga como tales y los condena a “limpieza social”; en cambio, los violentos culpables pasan por inocentes, gozan de reconocimiento social, aparecen por los Medios de Comunicación en círculos de opinión, son considerados defensores de los Derechos Humanos y de la Constitución y a veces son presidentes de nuestras repúblicas o representantes de la “Iglesia de Cristo”.

Ante esta realidad, el Evangelio nos hace un serio cuestionamiento: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá” (Jn 15, 16). Nosotros hemos sido llamados no a quedarnos de brazos cruzados ante la violencia que vivimos, sino a dar frutos, pero que no “llamarada de tuza”, sino frutos duraderos. Para que los frutos sean en verdad duraderos es necesario que permanezcamos en el amor de Jesús (Cf. Jn 15, 9), es decir cumpliendo su mandamiento: “ Ámense los unos a los otros, como yo los he amado” (Cf. Jn 15, 12). Por tanto, no es cualquier amor, sino un amor que esté a la altura del amor de Dios; por eso Él mismo dice: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 13). Jesús nos invita a amar dando la vida; si no amamos dando la vida todo lo que hagamos terminará en nada.

En la cultura de violencia en que vivimos es imperativo hacer algo. Así como los violentos niegan el amor, los indiferentes ante la violencia, también niegan el amor, ya que “dejan hacer y dejan pasar”, contemporizan con el sistema, aprenden a vivir en él y a aceptarlo aunque no estén de acuerdo; en el fondo son sencillamente cómplices y verdugos.

Nosotros, la Iglesia, no somos ajenos a esta realidad. Nos da miedo oponernos a los culpables de la violencia por la persecución que nos traerá; sin embargo, Jesús nos invita a participar de su alegría y felicidad que consiste en cumplir la voluntad del Padre dando la propia vida para ganar vida en abundancia para la humanidad. La gran alegría de la Iglesia estará entonces en hacer lo que hizo Jesús en el mundo: acabar con la relaciones de dominación, opresión e injusticia y devolver la dignidad a todos, especialmente a los pobres. Contra las relaciones de violencia, Jesús procura relaciones de amor y amistad. Por eso, la relación que tenía con sus discípulos no era de señor a siervo,sino de amigos, es decir, una relación de compañeros que comparten el pan y caminar juntos . Esta nueva relación entre Dios y los seres humanos supone, entonces, romper con el círculo de la cultura de muerte y violencia a través de la vivencia del amor concreto y constante, en contraposición al romántico y fantasioso que no lleva al compromiso con y por la vida.

Tenemos un gran reto en esta realidad. El primer paso que debemos dar es ser conscientes de este reto y asumir la realidad con responsabilidad histórica. Lo segundo es estar dispuestos “con alma, vida y corazón” a luchar para que la cultura del amor y la vida se imponga a la del odio y la violencia. Lo tercero es no trabajar aisladamente, sino en organización. Es necesario que estemos unidos en esta lucha por dos razones: primero, porque el mejor alimento para no desistir en la lucha es vivir ya ese proyecto social que queremos para toda la humanidad; segundo, porque la lucha es contra un sistema poderoso que aplasta fuerte a quienes se oponen. La antigua consigna: “la unión hace la fuerza” cobra todo su sentido en este punto. Lo cuarto es hacer la lucha con los oprimidos, marginados y excluidos del sistema; ellos deberán ser los primeros interesados para que el sistema cambie. Y por último, es preciso aprender de Jesús que es posible una manera diferente de vivir y que es necesario darla a conocer a todos, especialmente a niños y jóvenes. Lo anterior es válido para toda la humanidad, pero para la Iglesia, que somos todos y todas, es una obligación irrenunciable. Si predicamos a Jesús, debemos dar los frutos de los que Él habla.

Concretamente, amar en nuestros países es denunciar a los narcotraficantes y a todos los que se enriquecen a costa de la vida de nuestra niñez y juventud; es promover una reforma educativa que genere formación integral, para romper con los esquemas tradicionales que no brindan esperanzas de cambio; es promover una formación cristiana que no separe la fe y la vida, sino que parta de la realidad en todas sus dimensiones; por último es ser responsables al elegir a los funcionarios públicos de nuestros países; si éstos llegaran a asumir el proyecto del amor y la vida, podrían ser grandes promotores del Reino de Dios. Si todo esto lo hacemos realidad, la Palabra en nosotros verdaderamente será Palabra que da vida. ¡Animo! El Señor nos invita a participar de su alegría.

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