jueves, 7 de agosto de 2008

ORACIÓN, DECISIÓN POR LA EDIFICACIÓN DEL REINO DE LOS CIELOS Y GRACIA. Mt 14, 22 - 33.

El Evangelio de este domingo XIX del tiempo ordinario, nos presenta una continuidad con el del domingo anterior. Jesús se enteró de la muerte violenta que sufrió Juan Bautista y como es natural buscó alejarse de los lugares más peligrosos, es por esta razón que se fue en una barca, junto con sus discípulos, a un lugar despoblado.

Cuando Jesús y sus discípulos llegaron al lugar planeado se encontraron con un panorama totalmente diferente: la gente se enteró de que Jesús iba para dicho lugar y acudió para verle y escucharle. Jesús sintió compasión de ellos y por tiempo prolongado estuvo enseñándoles. Al atardecer, Jesús pidió a los discípulos que dieran a la gente de comer, le ofrecieron cinco panes y dos peces y Jesús los multiplicó, comieron hasta saciarse cinco mil hombres sin contar mujeres y niños y aún rocogieron doce canastos con los pedazos sobrantes.

El Evangelio de ahora inicia cuando Jesús obliga a sus discípulos a embarcarse mientras Él se queda despidiendo a la gente, la idea era que ellos llegaran antes que Él a la otra orilla. Se debe recordar que era de noche, ya que Jesús había dado de comer a la multitud al caer de la tarde. Embarcarse en horas nocturnas era una orden poco lógica, todas las personas que trabajan en la pesca saben con exactitud que la navegación nocturna en aguas profundas es muy peligrosa, tanto que al hacerlo imprudentemente se pone en riesgo la vida. A pesar de todo, los discípulos no desobedecen en nada.

Ahora volvamos a la orilla donde se quedó Jesús, a pesar de haber tenido compasión por la gente y haber reconfirmado su pastoreo al frente de tantos marginados de la comunidad religiosa, que era la sociedad judía, necesita realizar su duelo por la muerte de Juan Bautista y sobretodo asumir que de seguir así su vida, terminará igual o peor que él.

Jesús se fue a orar a solas, cayó la noche y Él seguía allí solo. Las Constituciones de la Congregación de la Misión, respecto a la manera de orar de Jesús, dicen: “Cristo el Señor permanecía en íntima unión con el Padre cuya voluntad buscaba en la oración. Esa voluntad fue la razón suprema de su vida, de su misión y de su oblación por la salvación del mundo. Enseñó igualmente a sus discípulos a orar con ese mismo espíritu, siempre y sin desfallecer” (C.IV.40. d1). En este momento crítico de su ministerio, necesita más que nunca unirse al Padre y encontrar esa voluntad, razón suprema de su vida.

Orar es más que una experiencia sobrenatural, orar es ofrendar el ser ante el dueño del Reino de los Cielos y ponerse activamente al servicio de este proyecto. Si no se tiene oración no se tiene apostolado y viceversa: “Por la íntima unión de la oración y el apostolado el misionero se hace contemplativo en la acción y apóstol en la oración” (C. IV. 42).

Mientras tanto, la barca en que iban los discípulos se hallaba lejos de tierra y era duramente golpeada por las olas, pues llevaba el viento en contra. En la mentalidad judía el mar es el símbolo del mal, de lo negativo, el lugar donde habita Leviatán, el dios de sus opresores y desterradores: Babilonia (Ignacio y María López Vigil); además, se debe recordar que la oscuridad y la noche son símbolos universales de lo malo. La barca simboliza a la Iglesia Pueblo de Dios, que en medio de un mundo hostil sigue a Jesús y avanza contra viento y marea.

Antes del amanecer, Jesús vino hacia ellos caminando sobre el mar (v.25), asustados, los discípulos pensaron que se trataba de un fantasma y comenzaron a gritar. Jesús les habló: “Änimo, no teman, que soy yo”. Pedro le pidió ir hacia Él y Jesús aceptó. Pedro caminó sobre el agua, como lo había hecho Jesús, se llenó de miedo por lo fuerte que soplaba el viento y gritó: “Señor, sálvame”; Jesús le salvó y luego le reprendió por su falta de fe.

Cesó el viento y Jesús subió con ellos a la barca y los que estaban, postrados en tierra reconocieron: “verdaderamente tú eres el Hijo de Dios!”.

Jesús es la realidad contraria al mal, Jesús puede calmar la soberbia del mar e instaurar sobre sus aguas la paz, la confianza y la esperanza; Él puede dominar el mal, por eso camina sobre las aguas. Este Evangelio guarda un mensaje clarísimo para nosotros: Dios es la sorpresa y por su gracia puede calmar nuestros mares agitados y romper con nuestro miedo, indiferencia y limitaciones.

No son los poderes sobrenaturales o la manipulación de las fuerzas de la naturaleza lo que ha hecho que Jesús camine sobre las aguas, sino su relación amorosa con el Padre y su valiente decisión de Hijo para continuar viviendo fiel al proyecto del Reino.

Jesús no cesó en su compromiso de solidaridad con los marginados de la historia, no se dejó paralizar por los acaparadores y opresores, quienes le mataron en la cruz seguros que con ello rescataban la moral y “honraban a Yahvé”. La vida de Jesús nos invita a no ser mediocres, sino a comprometernos con la realidad de nuestra amada Latinomérica y luchar hasta el final por transformarla en Reino de los Cielos, los caminos los tenemos marcados: orar y apostolar, no se debe olvidar que la fuerza revolucionaria de Jesús provenía de la oración, donde descubría y asumía la Voluntad del Padre.

Es necesario seguir a Jesús en nuestra frágil barca, no temiendo al mar convulsionado de nuestra realidad: No debemos dejar que la injusticia social de El Salvador y de sus ambiciosos y explotadores empresarios nos amedrente, ni debemos dejar tampoco que las redes del narcotráfico de Colombia y México destruyan la vida de nuestros jóvenes, ni que los medios de comunicación de los poderosos como RCN, CARACOL, TCS, TELEDIARIO sigan distorsionando la realidad con sus mentiras fundadas y su servilismo a favor de los poderosos, ni que las guerrillas que perdieron su horizonte hace años- como las FARC -sigan llenándose las manos de sangre inocente, ni que muchos estados de Latinoamérica sigan mancillando a los pobres y prostituyéndose con el imperio estadounidense y con los de los países capitalistas.

¡Animo, a pesar de nuestos graves problemas Dios está junto a nosotros, dispuesto a darnos su mano cuando gritemos desesperadamente: “Señor, sálvanos”.

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