sábado, 6 de noviembre de 2021

Mc 12, 38-44: EL FARISEO Y LA VIUDA

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 Estando Jesús en el templo de Jerusalén, junto a una gran multitud que acudía a Él para escucharlo con agrado, les decía: “Cuídense de esos maestros de la ley a quienes les gusta pasear con sus amplias vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar asientos reservados en las sinagogas y en los banquetes; incluso devoran los bienes de las viudas, mientras se amparan detrás de largas oraciones. Estos recibirán una sentencia muy severa”. Sabiendo Jesús muy bien del gran pecado personal, social y estructural que se daba en la realidad de su tiempo, advierte a sus discípulos y a la multitud presente a no dejarse engañar por esos fariseos hipócritas, doctores, maestros o sumos sacerdotes de la ley, expertos en manipular la palabra de Dios para esconder sus injusticias y grandes maldades en la oración.

El peligro de este tipo de personas está en que dan más importancia a una ley o a una teoría que al sufrimiento concreto de las personas. Entonces, con tal que se cumpla la ley o la teoría, no importa si las personas sufren, se sienten despreciadas y humilladas o incluso, hasta perdidas y condenadas. Precisamente en esto está la diferencia radical entre la manera de pensar del fariseo y la manera de pensar del profeta. Quien es profeta no se calla cuando se encuentra frente al sufrimiento humano; reacciona inmediatamente con palabras de consuelo y esperanza pero también con palabras de denuncia. Por eso los profetas denunciaron a los reyes, ricos y sacerdotes. Pero, no sólo a los sacerdotes, sino además al templo y al culto religioso, con sus liturgias, sacrificios y sus oraciones. Los profetas hicieron todo eso por una razón muy sencilla. Porque, para ellos, lo primero no era ninguna teoría o ley, por más teológica que fuera, sino, que lo primero era el sufrimiento de las personas que peor la pasan en la vida. Además, en aquel pueblo tan religioso era frecuente utilizar la religión como argumento para justificar las mil injusticias que se cometían con las personas pobres y desgraciadas de aquella sociedad. Por todo esto se puede afirmar que lo más importante para Jesús no fue la religión, ni la ley, ni la gracia, ni el pecado hasta sus últimas estructuras, ni siquiera Dios en sí mismo. Lo decisivo para Jesús, cuando llegue la hora de la verdad, según él mismo afirmó va a ser sólo una cosa: Cómo se ha portado cada persona ante el sufrimiento de quienes no tienen qué comer ni qué  ponerse, de los extranjeros e inmigrantes que se ven en tierra extraña, de las personas enfermas que se sienten solas y de las encarceladas que todo el mundo desprecia.

La persona farisea es aquella que tiene a Dios en el centro mismo de su conciencia, preocupándose constantemente por agradar a Dios y hacer lo que Dios quiere. Por eso mismo, el pecado está también en el centro de las preocupaciones de un buen fariseo. ¿Por qué entonces, Jesús no tolera a la persona farisea? Por una razón: porque en el centro de sus preocupaciones no está el sufrimiento que padecen los seres humanos, sino el pecado que ofende a Dios. Los conflictos que tuvo que soportar Jesús y las incomprensiones que padeció siempre fueron por la misma razón. Jesús se ponía de parte de quien sufría, fuera quien fuera y por el motivo que fuera. Y sí, para aliviar el sufrimiento, era necesario quebrantar las normas establecidas, las leyes religiosas e incluso escandalizar a los teólogos, sacerdotes, o expertos en la ley, Jesús no lo dudaba ningún momento

Sin duda alguna, Jesús tenía toda la razón del mundo cuando vio claramente que el mayor peligro para la humanidad no son los opresores, sino los fariseos. Porque los fariseos oprimen donde ningún opresor de “este mundo” puede oprimir. Por eso Jesús no se enfrentó a los romanos. Sus conflictos, hasta la misma sentencia de muerte, fueron con los fariseos. No cabe duda que los poderes de “este mundo” son peligrosos, ¡qué duda cabe! Pero son mucho más peligrosos los poderes del “otro mundo”, es decir, los que se presentan como representantes de Dios. Porque se trata de poderes que tocan donde nada ni nadie más puede tocar, en la intimidad de la conciencia, allí donde cada persona se ve a sí misma como una buena persona o, por el contrario, como una perdida y degenerada.

         Después que Jesús le enseñó a la multitud, se sentó frente a las alcancías del templo, y observaba como la gente daba su limosna para el tesoro. Muchos ricos daban en abundancia, pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: “Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza, no tenía más, ha dado todo lo que tenía para vivir”. En tiempos de Jesús, Jerusalén era una ciudad donde habían muchas personas viviendo en las calles miserablemente, pidiendo limosna. Estas personas miserables se concentraban siempre cerca del templo, donde la gran mayoría no podía entrar si padecían alguna de las muchas enfermedades que se consideraban como castigo de Dios por los pecados: leprosos, tullidos, enfermos mentales, etc.

         Jesús no se opuso a la limosna. Al contrario en varias ocasiones habla de vender las propias riquezas para dar el dinero a las personas pobres. Lo que crítica Jesús es la actitud de aquellas personas que dan limosna para ser vistas o para tapar las injusticias con que tratan a sus trabajadores. En la actualidad, en un mundo tan complejo económicamente, la limosna, la beneficencia, las donaciones del extranjero, “las ayudas para el desarrollo de un país” en la mayoría de casos, son una manera de lavarse las manos y tapar las injusticias del sistema capitalista-mercantilista, que no se quieren resolver nunca de raíz. Cuando la limosna sustituye a la justicia debe ser totalmente rechazada. Cuando la limosna impide a la persona que la recibe crecer como ser humano, no es cristiana. La ayuda caritativa y humanitaria siempre serán necesarias en casos de emergencia, pero si no se atacan las causas de las injusticias estructurales que son la razón que hayan tantas personas pobres, esta caridad no hace otra cosa que volver eterna y cada vez mayor, la pobreza.

         Jesús valora grandemente la ofrenda de la viuda. Lo que ella echó en el tesoro del templo fueron unos centavos que no alcanzaban ni para pagar el pan necesario para comer un tiempo. Al engrandecer la generosidad de la viuda, Jesús, fiel a la tradición profética, está denunciando el lujo de la llamada “casa de Dios” y, más todavía, la seguridad con que las personas ricas piensan comprar con dinero la salvación o gracia de Dios. Al verdadero Dios no se le agrada ni con oro, plata, dinero u otro bien material. El templo de Dios es el ser humano. “La Iglesia no es un museo de oro y plata”. ¿Quieren de verdad honrar el cuerpo de Jesucristo? No permitan que se quede desnudo en las calles. No dejen que muera de hambre. No le honren en el templo con vestidos lujosos y joyas; mientras afuera lo dejan morir de frío y de hambre.     

 

“JESÚS NACE, VIVE, MUERE Y RESUCITA ENTRE LOS POBRES”.

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