sábado, 1 de febrero de 2020

DECALOGO APERUIT ILLIS

 1. HERMENEUTICA: «Les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras» (Lc 24,45). Se les aparece a los discípulos, parte el pan con ellos y abre sus mentes para comprender la Sagrada Escritura. A aquellos hombres les revela el sentido del misterio pascual: que según el plan eterno del Padre, Jesús tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos para conceder la conversión y el perdón de los pecados (cf. Lc 24,26.46-47); y promete el Espíritu Santo que les dará la fuerza para ser testigos de este misterio de salvación (cf. Lc 24,49).
Invocación del Espíritu Santo: Señor, te damos gracias porque nos reúnes una vez más en tu presencia. Señor, tú nos pones frente a Tu Palabra, ayúdanos a acercarnos a ella con reverencia, con atención, con humildad. Envíanos tu espíritu para que podamos acogerla con verdad, con sencillez, para que ella transforme nuestra vida. Que tu Palabra penetre en nosotros como espada de dos filos; que nuestro corazón esté abierto, como el de María, madre tuya y madre nuestra. Y como en ella la Palabra se hizo carne, también en nosotros esta Palabra tuya se transforme en obras de vida según tu voluntad.
2.  LECTIO DIVINA: Dedicar concretamente un domingo del Año litúrgico a la Palabra de Dios nos permite, sobre todo, hacer que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable. ESTABLEZCO que el III Domingo del Tiempo Ordinario esté dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios… será importante que en la celebración eucarística se entronice el texto sagrado, a fin de hacer evidente a la asamblea el valor normativo que tiene la Palabra de Dios… Lo párrcos para resaltar la importancia de seguir en la vida diaria la lectura, la profundización y la oración con la Sagrada Escritura, con una particular consideración a la lectio divina.
3. LEER CON ALEGRÍA: El regreso del pueblo de Israel a su patria, después del exilio en Babilonia, estuvo marcado de manera significativa por la lectura del libro de la Ley. La Biblia nos ofrece una descripción conmovedora en el libro de Nehemías. El pueblo estaba reunido en Jerusalén en la plaza de la Puerta del Agua, escuchando la Ley. Aquel pueblo había sido dispersado con la deportación, pero ahora se encuentra reunido alrededor de la Sagrada Escritura como si fuera «un solo hombre» (Ne 8,1). Cuando se leía el libro sagrado, el pueblo «escuchaba con atención» (Ne 8,3), sabiendo que podían encontrar en aquellas palabras el significado de los acontecimientos vividos. La reacción al anuncio de aquellas palabras fue la emoción y las lágrimas: «[Los levitas] leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!”» (Ne 8,8-10).
4. SERVIRSE DE LAS DOS MESAS: Antes de reunirse con los discípulos, que estaban encerrados en casa, y de abrirles el entendimiento para comprender las Escrituras (cf. Lc 24,44-45), el Resucitado se aparece a dos de ellos en el camino que lleva de Jerusalén a Emaús (cf. Lc 24,13-35). La narración del evangelista Lucas indica que es el mismo día de la Resurrección, es decir el domingo. Aquellos dos discípulos discuten sobre los últimos acontecimientos de la pasión y muerte de Jesús. Su camino está marcado por la tristeza y la desilusión a causa del trágico final de Jesús. Esperaban que Él fuera el Mesías libertador, y se encuentran ante el escándalo del Crucificado. Con discreción, el mismo Resucitado se acerca y camina con los discípulos, pero ellos no lo reconocen (cf. v. 16). A lo largo del camino, el Señor los interroga, dándose cuenta de que no han comprendido el sentido de su pasión y su muerte; los llama «necios y torpes» (v. 25) y «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a Él en todas las Escrituras» (v. 27). Cristo es el primer exegeta. No sólo las Escrituras antiguas anticiparon lo que Él iba a realizar, sino que Él mismo quiso ser fiel a esa Palabra para evidenciar la única historia de salvación que alcanza su plenitud en Cristo. El “viaje” del Resucitado con los discípulos de Emaús concluye con la cena. El misterioso Viandante acepta la insistente petición que le dirigen aquellos dos: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída» (Lc 24,29). Se sientan a la mesa, Jesús toma el pan, pronuncia la bendición, lo parte y se lo ofrece a ellos. En ese momento sus ojos se abren y lo reconocen (cf. v. 31). El contacto frecuente con la Sagrada Escritura y la celebración de la Eucaristía hace posible el reconocimiento entre las personas que se pertenecen. Como cristianos somos un solo pueblo que camina en la historia, fortalecido por la presencia del Señor en medio de nosotros que nos habla y nos nutre. El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”, sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el Pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera. La Sagrada Escritura y los Sacramentos no se pueden separar. Cuando los Sacramentos son introducidos e iluminados por la Palabra, se manifiestan más claramente como la meta de un camino en el que Cristo mismo abre la mente y el corazón al reconocimiento de su acción salvadora. Es necesario, en este contexto, no olvidar la enseñanza del libro del Apocalipsis, cuando dice que el Señor está a la puerta y llama. Si alguno escucha su voz y le abre, Él entra para cenar juntos (cf. 3,20). Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros.
5. LA PALABRA ES CRISTO SALVADOR: La Biblia, por tanto, en cuanto Sagrada Escritura, habla de Cristo y lo anuncia como el que debe soportar los sufrimientos para entrar en la gloria (cf. v. 26). No sólo una parte, sino toda la Escritura habla de Él. Su muerte y resurrección son indescifrables sin ella. Por esto una de las confesiones de fe más antiguas pone de relieve que Cristo «murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas» (1 Co 15,3-5). Puesto que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran en el centro de la fe de sus discípulos. En la Segunda Carta a Timoteo, san Pablo recomienda a su fiel colaborador que lea constantemente la Sagrada Escritura. El Apóstol está convencido de que «toda Escritura es inspirada por Dios es también útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar» (3,16). Esta recomendación de Pablo a Timoteo constituye una base sobre la que la Constitución conciliar Dei Verbum trata el gran tema de la inspiración de la Sagrada Escritura, un fundamento del que emergen en particular la finalidad salvífica, la dimensión espiritual y el principio de la encarnación de la Sagrada Escritura. La Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral de la persona. El innegable fundamento histórico de los libros contenidos en el texto sagrado no debe hacernos olvidar esta finalidad primordial: nuestra salvación. Todo está dirigido a esta finalidad inscrita en la naturaleza misma de la Biblia, que está compuesta como historia de salvación en la que Dios habla y actúa para ir al encuentro de todos los hombres y salvarlos del mal y de la muerte.  Como recuerda el Apóstol: «La letra mata, mientras que el Espíritu da vida» (2 Co 3,6). El Espíritu Santo, por tanto, transforma la Sagrada Escritura en Palabra viva de Dios, vivida y transmitida en la fe de su pueblo santo.
6. LEEMOS CON LA IGLESIA: Por tanto, es necesario tener fe en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio la interpreta Auténticamente (cf. ibíd., 10) y cuando cada creyente hace de ella su propia norma espiritual. En este sentido podemos comprender las palabras de Jesús cuando, a los discípulos que le confirman haber entendido el significado de sus parábolas, les dice: «Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo» (Mt 13,52).
7. LA FE NACE DE LA PALABRA VIVA: La Encarnación del Verbo de Dios da forma y sentido a la relación entre la Palabra de Dios y el lenguaje humano, con sus condiciones históricas y culturales. En este acontecimiento toma forma la Tradición, que también es Palabra de Dios (cf. ibíd., 9). A menudo se corre el riesgo de separar la Sagrada Escritura de la Tradición, sin comprender que juntas forman la única fuente de la Revelación. El carácter escrito de la primera no le quita nada a su ser plenamente palabra viva; así como la Tradición viva de la Iglesia, que la transmite constantemente de generación en generación a lo largo de los siglos, tiene el libro sagrado como «regla suprema de la fe» (ibíd., 21).. Por consiguiente, la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un libro.
8. DULCE AMARGURA: Cuando la Sagrada Escritura se lee con el mismo Espíritu que fue escrita, permanece siempre nueva. El AT no es nunca viejo en cuanto que es parte del Nuevo, porque todo es transformado por el único Espíritu que lo inspira. Todo el texto sagrado tiene una función profética: no se refiere al futuro, sino al presente de aquellos que se nutren de esta Palabra. Jesús mismo lo afirma claramente al comienzo de su ministerio: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21)...  La Sagrada Escritura realiza su acción profética sobre todo en quien la escucha. Causa dulzura y amargura. Vienen a la mente las palabras del profeta Ezequiel cuando, invitado por el Señor a comerse el libro, manifiesta: «Me supo en la boca dulce como la miel» (3,3). También el evangelista Juan en la isla de Patmos evoca la misma experiencia de Ezequiel de comer el libro, pero agrega algo más específico: «En mi boca sabía dulce como la miel, pero, cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor» (Ap 10,10).  La dulzura de la Palabra de Dios nos impulsa a compartirla con quienes encontramos en nuestra vida para manifestar la certeza de la esperanza que contiene (cf. 1 P 3,15-16). Por su parte, la amargura se percibe frecuentemente cuando comprobamos cuán difícil es para nosotros vivirla de manera coherente, o cuando experimentamos su rechazo porque no se considera válida para dar sentido a la vida. Por tanto, es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos.
9. ESCUCHAR PARA AMAR: La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad. La vida de Jesús es la expresión plena y perfecta de este amor divino que no se queda con nada para sí mismo, sino que se ofrece a todos incondicionalmente. Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad.
Padre bueno, te damos gracias porque has querido revelarte a nosotros dándonos a conocer quién eres y descubriéndonos tú voluntad sobre la humanidad entera. Gracias, porque en la Biblia podemos conocer tu Palabra de generación en generación. Envíanos tu Espíritu Santo para que al escuchar y estudiar tu Palabra descubramos más y más a Jesucristo, Palabra de vida eterna, de modo que crezca nuestra fe en Ti y en El; al creer aumente nuestra esperanza en Ti y al confiar más en Ti te amemos y amemos más a nuestros hermanos poniendo así en práctica todo lo que Tú nos des a conocer. Te lo pedimos por Jesucristo, tu Palabra hecha carne, que contigo y con nosotros vive para siempre. Amén.
10. ESCUCHAR Y HACER COMO MARÍA: En el camino de escucha de la Palabra de Dios, nos acompaña la Madre del Señor, reconocida como bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1,45). Lo recuerda un gran discípulo y maestro de la Sagrada Escritura, san Agustín: «Entre la multitud ciertas personas dijeron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”; y Él: “Más bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios”. Esto equivale a decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo carne» (Tratados sobre el evangelio de Juan, 10,3).

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