sábado, 20 de marzo de 2010

MONSEÑOR ROMERO Y JESÚS DE NAZARET


Jn 8, 1-11

El próximo veinticuatro de marzo estaremos recordando a nuestro obispo y mártir Oscar Arnulfo Romero. Hace treinta años fue asesinado por el gobierno de la República de El Salvador del año 1980. Fue un asesinato terrible, pero al mismo tiempo profético, pues desenmascaró la brutalidad, la irracionalidad y la locura del estado salvadoreño de aquel tiempo. Monseñor Romero mostró, con su martirio, el rostro de Dios que al optar por la justicia opta por los pobres.

Es difícil olvidar a Monseñor, una vez que se le conoce no hay forma de sacarlo de la mente y del corazón, sea para amarlo o para odiarlo. Él supo no ser centro, ni punto de equilibrio entre dos o tres tendencias políticas o religiosas. Él optó por la imagen de Iglesia que pedía el Concilio Vaticano II y los documentos latinoamericanos de Medellín y Puebla, una opción por el ser humano latinoamericano que sufre las consecuencias de la injusticia: el ser humano pobre que se muere de hambre y lucha por sobrevivir. Monseñor optó por seguir a Jesucristo, Aquel que no fue tolerado por los poderosos de su tiempo. Hoy, nadie puede ser indiferente, Monseñor Romero está vivo y no sólo en el pueblo salvadoreño, sino en todo aquel que es animado por su ejemplo a seguir a Jesús de Nazaret para “seguir siendo la voz de los que no tienen voz”.

Queremos leer el evangelio de este domingo teniendo como fondo la figura de Monseñor Romero. En el evangelio entran en escena Jesús, todo el pueblo que llega a escucharlo, un grupo de escribas y fariseos y una mujer sorprendida en adulterio. El escenario es el Templo de Jerusalén a las horas de la madrugada.

Jesús participa en un debate legal provocado por los escribas y fariseos que andan buscando de qué acusarle. Esta vez aprovechan el caso de una mujer sorprendida en adulterio, que según la Ley de Moisés, debía morir. Ellos (escribas y fariseos) están muy molestos con Jesús porque atropella la Ley de Moisés, con lo cual pone a temblar todo el sistema religioso del que se sirven ellos para seguir oprimiendo al pueblo y obtener beneficios.

Los escribas y fariseos ponen en medio del pueblo a una mujer sorprendida en flagrante adulterio, para ser juzgada y luego apedreada. Le recuerdan a Jesús la ley que pide matarla y preguntan su opinión. Jesús comprende esto de inmediato: no se trata de condenar o no a la mujer, sino que andan buscando como condenarlo a Él. Si dice que la apedreen, todo su proyecto de misericordia quedaría en nada y perdería a todos sus discípulos: pobres, pecadores, publicanos, prostitutas, mujeres, enfermos, leprosos, ex-endemoniados, ex-locos y otros; pero si dice que no debe morir, entonces Él pasaría por alto la Ley de Moisés, con lo cual se convertiría en un blasfemo que debe morir. Jesús está de acuerdo con la Ley, pero sabe que no puede ser leída con ojos legalistas, sino con ojos de misericordia. La tensión es grande, incluso se inclina para rayar en la tierra mientras los escribas y fariseos, sedientos de ver correr sangre, le insisten que responda a la pregunta: ¿Tú que opinas? Por fin Jesús encuentra una respuesta sabia, prudente y lapidaria, entonces se incorpora y les dice: “Aquel de ustedes que esté sin pecado que le arroje la primera piedra”. Con esto Jesús dice muchas cosas: 1) Les enseña a ellos, al igual que a todo el pueblo, cómo leer la Ley de Moisés: no bajo lo legal, sino bajo la ley de la misericordia; 2) Les dice que ellos son pecadores igual que la mujer adultera; 3) Les hace ver que el autor de la Ley de Moisés, Dios, no se complace con acabar con el pecador, sino con el pecado; 4) Les enseña que el único juez es Dios.

Luego de esas palabras, tan conocidas en nuestro medio, Jesús vuelve a inclinarse para rayar en la tierra, mientras todos se van retirando comenzando por los más viejos. Al final quedan Jesús y la mujer: ella en medio y Jesús inclinado. Él se incorpora nuevamente y entabla un diálogo con ella. Le hace ver que nadie la ha condenado, a pesar de merecerlo, según la Ley de Moisés. Entonces, ella, en el Templo de Jerusalén a las horas de la madrugada, reconoce que Jesús es el Señor: “Nadie [me ha condenado] Señor”. Y el Señor le dice: “Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más”.

Durante su vida como arzobispo de San Salvador (1977-1980), Monseñor Romero, tuvo que soportar la persecución a través de la investigación de la Iglesia jerárquica y del gobierno, que buscaban de muchas maneras tener de qué acusarle. Una buena excusa para asesinarlo era vincularlo a la guerrilla salvadoreña de aquel tiempo. Sencillamente, Monseñor Romero era una piedra en el zapato para todo sistema, religioso o político, que diera la espalda a los más pobres entre los pobres. Monseñor se vio en algunos momentos entre la espada y la pared: cumplir la Constitución de la República y las leyes salvadoreñas para ser un buen ciudadano, o cumplir la ley de Dios que dice: “No matarás”. En su última homilía, en la catedral, Monseñor ratificó su opción por la Ley de Dios y llamó, incluso a los miembros del Ejército Nacional, a revelarse a toda ley que no sea de Dios.

Monseñor Romero, arriesgando valientemente su vida por salvar la vida de los pobres, nos recuerda a Jesús de Nazaret frente a los escribas y fariseos que andaban buscando de qué acusarle. Jesús no renunció a salvar a la mujer como Monseñor no renunció a luchar por la vida de muchos campesinos; así como Jesús enseñó a los escribas y fariseos que la ley nunca está por encima de los seres humanos, Monseñor enseñó que toda ley civil si no está basada en los valores evangélicos de la justicia, la paz y el amor, es una ley inmoral que nadie debe cumplir.

Nosotros, la Iglesia, estamos llamados a seguir el ejemplo de Monseñor Romero, que sigue a Jesús de Nazaret de un modo comprometido a nivel social y político. No podemos seguir siendo Iglesia al margen de lo que ocurre a nuestro alrededor, no podemos seguir callando mientras muchas personas siguen siendo juzgadas por leyes que no son de libertad, no podemos hacernos cómplices con nuestra indiferencia ante los abusos de los gobiernos de izquierda y de derecha de nuestros países, y no podemos seguir llamándonos cristianos si no corremos la misma suerte de todos los cristianos y cristianas que han luchado por la causa de Jesús en sus propias historias.

Cuando hacía sus visitas pastorales, a Monseñor Romero le gustaba ver las fotos de los mártires campesinos, catequistas, religiosos, religiosas y sacerdotes; también le gustaba contar sus historias en sus homilías de un modo amplio y enérgico. Por eso, la fiesta de Monseñor Romero, no sólo es su fiesta, es también la de Rutilio Grande y de la enorme cantidad de mártires laicos de toda América Latina.

¡Qué viva Monseñor Oscar Arnulfo Romero!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola hermanos, me gustó mucho la reflexión; pero les sugiero que también tomen en cuenta otros mártires de nuestra América Latina. Pero por supuesto que comprendo que Monseñor es toda una fugura y que el 24 de marzo cumple 30 años.

Anónimo dijo...

Gracias por el aporte

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