Soplo de Dios sobre discípulos acobardados Jn 20, 19-23
Después de cincuenta días de la celebración de la
Pascua hemos llegado a la Solemnidad de Pentecostés, en la cual celebramos la
presencia del Espíritu Santo en la comunidad de los seguidores de Jesús.
Pentecostés debía ser, para los judíos pobres, día de
imnensa alegría, ya sea porque se compartía el alimento, porque se recordaba la
Alianza del Sinaí o porque se celebra el Jubileo, es decir, la condonación de
todas las deudas, la recuperación de las tierras perdidas y la obtención de la
libertad para los esclavos. Sin embargo todo esto quedó en la utopía de Israel,
en los sueños de un pueblo que deseaba que todos fueran iguales. Por desgracia
siempre los poderosos de la historia se encargan de hacer valer las leyes, pero
a su propia conveniencia.
En nuestros países de América Latina, firmantes de la
Declaración Internacional de los Derechos Humanos, a través de las
Constituciones y las Leyes intentan aplicar los treinta artículos a sus
respectivas sociedades. Sin embargo la brecha entre ricos y pobres cada vez
aumenta más. Se habla de “salario mínimo”, pero éste, además de no ser
suficiente para el sostenimiento de una familia, tampoco es accesible a todos.
De lo que no se habla es de “salario máximo”, por eso casi no es motivo de
escándalo que un fútbolista sea contratado por casi 100 millones de euros,
mientras mil cuatrocientos millones de trabajadores no logran ganar ni dos
euros al día, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Jesús de Nazaret, al darse cuenta de todo el abuso y
la corrupción que cometían los poderosos de su tiempo, no pudo quedarse de
brazos cruzados; sintió que debía hablar y hacer algo por cambiar esa historia.
Comenzó toda una lucha junto con otros hasta las últimas consecuencias. Trató
de instaurar un nuevo orden social donde no continue la falsa paz impuesta a
base de armas, sino la verdadera paz, la que es fruto de la justicia y la
misericordia. Al final fue asesinado en tiempos de Poncio Pilato, Anás y Caifás,
y con su muerte murió también la esperanza de los pobres de Israel. Sin embargo
Jesús había prometido que volvería y enviaría su Espíritu para que no
abandonaran la lucha inicada por Él. Es así que al tercer día de su muerte,
Dios, que levanta del polvo al desvalido y hace justicia al pobre, lo resucitó
de entre los muertos, comenzando así toda una nueva historia, una nueva
creación.
Mientras tanto los poderosos de Israel, no se sienten
tranquilos con la sola muerte de Jesús, sino que desean exterminar de una vez y para siempre
con todo aquello que quedara de Él, de la “plaga” del movimiento de Jesús. Es
así que los primeros en ser buscados fueron los seguidores directos de Jesús:
los discípulos. Algunos valientemente continuaron la obra, pero otros, ante los
asesinatos, empezaron a acobardarse y echarse para atrás. El texto bíblico
precisamente nos relata ese momento. Los discípulos están aterrorizado, temen
abrir las puertas y correr la misma suerte que su maestro. La consecuencia más
grave de este temor es el abandono definitivo de la lucha iniciada por Jesús, y
por consiguiente el triunfo de la injustica sobre la justicia.
Hoy la Iglesia vive una experiencia parecida, pero
quizá peor. Ella, actualmente, no tiene necesidad de cerrar sus puertas, pero
no por valentía, sino porque al no estar comprometida con la lucha de
Jesucristo no es perseguida por nadie. El carácter profético de denuncias de
las injusticias y anuncio de un nuevo mundo ha desaparecido casi por completo;
son pocos los laicos, religiosos o clérigos que se compromenten en serio con
esta causa. Sin embargo, la comunidad, con miedo o sin miedo, sigue reuniéndose
en torno a la fe en el resucitado. Esto es un signo de esperanza.
Jesús se presentó en medio de la comunidad cuando
precisamente ellos estaban reunidos, aunque con las puertas cerradas,
aterrorizados y paralizados. Su presencia resucitada les devuelve la alegría,
les recuerda que su lucha por la Paz no se detiene ni con la muerte, les hace
saber que tienen una misión que cumplir: continuar la obra de Jesús hasta las
últimas consecuencias, al igual que Él. Por último, su presencia resucitada en
medio de esa comunidad de discípulos desanimados, desalentados, cansados y
acobardados, sopla sobre ellos el mismo espíritu que animó a Jesús de Nazaret,
el mismo fuego que lo abrazó por dentro y le llevó a actuar en contra de todas
las injusticias. Si esto no los motiva a abrir las puertas y continuar la lucha
¿Qué podrá hacerlo?
Actualmente la Iglesia sigue reuniéndose en torno al
Resuctiado, por ello, a pesar de sus miedos o de sus incoherencias, sigue y
seguirá engendrando hombres y mujeres realmente tocados y tocadas por el soplo
de Jesús de Nazaret. Así lo constatamos en nuestra historia eclesial. Nadie
puede negar que la Iglesia, aunque no toda ella, sigue siendo signo de
contradicción con el mundo injusto e inhumano, sigue oponiéndose a las
estructuras de poder, sigue llamando al cambio de mentalidad de los poderosos,
sigue siendo piedra en el zapato de los proyectos de muerte y sigue apoyando la
reivindicación de los proyectos de vida.
Ánimo hermanos y hermanas, sabemos que las palabras de
Jesús siempre son exigentes y no admite reservas ni traiciones; abramos las
puertas y luchemos en serio por instaurar en el hoy de nuestra historia esa paz
con justicia que anhelaba Jesús para su pueblo y hoy, a través de nosotros, lo
anhela para el nuestro. Pidamos a Dios nos dé ese mismo Espíritu para poder
decir con Jesús e Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mi, porque Él me ha
ungido para anuniciar la buena noticia a los pobres” (Cf. Lc 4, 18-20).